¿Por qué hay prejuicios sobre la historieta popular mexicana?
PARTE 1
Por Laura Nallely Hernández Nieto
Hace años, uno de mis profesores me contó que cuando él era niño sus padres le tenían prohibido leer historietas y a cambio, lo llevaban a ver títulos “menos nocivos” a la Librería de Cristal que se ubicaba en la Alameda Central de la Ciudad de México. En una de sus clases, él me obsequió un libro sobre tiras cómicas que era parte de su biblioteca particular. Yo siempre tuve la impresión de que, en secreto, él era un lector de cómics aunque su fachada de investigador no le permitía reconocerlo. Esto quizá, por los prejuicios con los que él creció. Pero, ¿de dónde surge la asociación a la vulgaridad y pobreza que pesa sobre la historieta popular mexicana? Vamos a hacer un breve recuento.
El inicio de la etapa moderna de la historieta en México coincide con el termino de la fase armada de la Revolución. En los años veinte estas series inundaron las páginas de los suplementos dominicales de los periódicos. En la segunda mitad de la década de los treinta comenzó el auge de las historietas; se desprendieron de los periódicos y empezaron a publicarse en revistas misceláneas donde, en un solo ejemplar, aparecían títulos de diferentes autores. Es así como en 1934 apareció Paquín. Posteriormente, en 1936 nacieron Chamaco y Pepín. Estas tuvieron su época de oro en los años cuarenta donde se imprimían millones de ejemplares que eran leídos por prácticamente todo México.
Es con el auge de estas revistas cuando grupos conservadores, religiosos e incluso sindicatos vieron un peligro en las revistas de historietas. Se habían pronunciado en contra de ellas por considerarlas opuestas a las creencias religiosas y los valores nacionales. Ante la ola de protestas, en 1944 el gobierno creó la Comisión Calificadora de Periódicos y Revistas Ilustradas, la cual estaba a cargo de revisar que las publicaciones no mostraran textos o imágenes que ofendieran el pudor y las buenas costumbres.
La visión negativa sobre las historietas quedó inmortalizada en obras literarias como Nueva Burguesía, de Mariano Azuela. A los nuevos ricos que había dejado la Revolución, se les caracterizaba como personas vulgares y sin educación, quienes, a pesar de tanto dinero, joyas y lujos no podían desprenderse de las “lecturas arrabaleras”.
También se pensaba que los cómics eran simples lecturas infantiles ─aunque eran leídos principalmente por adultos─ por lo que en aras de encausar a la niñez, en una escuela de Tamaulipas, el pintor Ramón Cano Manilla realizó el mural Ignorancia y cultura (1949-1951). En la obra, la ignorancia está representada por un infierno donde se muestran los peligros que acechaban a la sociedad: drogas, crímenes y por supuesto, historietas. Cano Manilla pintó a un demonio que lleva a la hoguera torres de revistas entre las que se alcanzan a ver los títulos Paquín, Pepín y Chamaco. Es probable que el autor pensara que esa imagen persuadiría a los niños de comprar esas publicaciones infernales. Curiosamente, el mural parece una predicción de la quema de historietas realizada por grupos conservadores en 1954 en el Zócalo de la Ciudad de México.
En diversos textos, la élite intelectual de aquellos años hacía mención de las supuestas afecciones ocasionadas por la lectura de las historietas en los niños, las cuales iban desde “falta de función cerebral” (lo que sea que esto signifique), degeneración de músculos y deformación de la columna vertebral. Para rematar, se decía que el único destino posible para los desafortunados lectores era ser carne de presidio, general matón, o estafador. Visto a la distancia, todos esos argumentos resultan risibles.
Por otra parte, para muchos, aceptar que crecieron leyendo historietas implica asumir que vienen de un barrio y la no pertenencia a una clase privilegiada. Sergio Pitol escribió que, cuando se ponía a hablar de La Familia Burrón con Luis Prieto y Carlos Monsiváis, el resto de los amigos sacaban a relucir ingeniosas frases en francés tratando de poner una distancia con ese mundo popular: “había quienes de algún modo se sentían aludidos por las circunstancias de Borola, como si aquellas historias truculentas llegaran a zonas ocultas de su ser”.
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Patricio Betteo Ilustrador profesional con más de 20 años de experiencia, pero en el fondo se considera más bien un “grafista”, porque vive y se desvive por la gráfica, su más grande amor.